lunes, 10 de enero de 2011

Club Ateneo de Ramos Mejía, referencia obligada de una generación

Me dijeron que cerró, que el tiempo se detuvo y por un instante todo se volvió blanco y negro. Es que en ese espacio, finito en duración, que se abrió ante mis ojos, el color tiene más que ver con el presente.
No por blanco y negro, el recuerdo que sobreviene a mi memoria, necesariamente debe asociarse con tristeza… pero sí con nostalgia y añoranza.
Mi viejo nunca se destacó por ser un gran deportista, pero un domingo, su único día de descanso, me llevó hasta el Club y con vaya a saber qué pretexto, logro birlar el acceso y me puso, de golpe y por primera vez, en una cancha de fútbol. Cancha que, en rigor de verdad, tenía más que ver con un potrero que con una de ésas que los domingos al mediodía, veía por el viejo canal 7 cuando se transmitían los partidos de reserva y que por supuesto me apasionaban.
Ya no recuerdo cuántos domingos compartimos en ese potrero que daba hacia la calle Cerrito, pero sí, que gracias a esos domingos empezaron mis primeros pasos futboleros, y era ahí donde me convertía en Picki Ferrero, Mané Ponce o Hugo Curioni, y donde también mi viejo se debe haber sentido un émulo del Tanque Roma o del Loco Sánchez, atajando mis primeros botinazos, ejecutados con los viejos botines Sacachispas de lona y goma.
Con el tiempo, el viejo dejó de acompañarme, y yo, que era un pibe todavía, me hice socio el Club, al igual que la mayoría de mis compañeros del séptimo grado .A. de la Escuela 29.
Compartíamos tardes enteras, llegábamos apenas despuntado el mediodía para jugar un desafío futbolero con los chicos del otro séptimo, justa deportiva que por esos años, tuvo espectadoras de lujo: nuestras compañeras, ante las que, por supuesto no podíamos hacer un papelón. No sé a estas alturas, cómo se incorporaron a nuestra rutina futbolera, pero qué lindo era tenerlas a un costado de la cancha, justo en esa época, en la que para ambos, chicas y chicos, comenzaba a crecer esa hermosa necesidad de conectarse y… en ese conectarse, el lago, que aún formaba parte del paisaje encantador del Club, fue testigo de muchos primeros besos, entre los que por supuesto también estuvo mi primer beso. También fue testigo de primeros desengaños, como el que una tarde me tocó descubrir en la cancha cubierta de pelota paleta y me obligó a correr, para ocultar mis lágrimas de las risas de los demás hasta aquella orilla más alejada del lago, la que lindaba con la avenida Palacios.
Qué feo el dolor del primer desengaño, pero que bueno haber tenido al Club como cómplice para poder compartirlo y, en algún punto, darnos cuenta que éramos muchos los que dejamos rodar lágrimas de amor que se confundían con las turbias aguas de la laguna.
En esa ambivalencia entre crecer y seguir siendo niños, esa orilla del lago, la más alejada, también fue la mejor guarida cuando jugábamos a las .escondidas., ya Alejandro Dolina se encargo de desarrollar las reglas de este juego como nadie, pero vale la pena contar que en esas .escondidas. valía todo el Club, y sabido es que normalmente, ante tamaño desafío, el que oficiaba de .buscador. rara vez se alejaba de la .piedra. más allá de diez metros, así que el juego se tornaba aburrido, a no ser que se coincidiera en el escondite con la chica preferida.
Qué inocencia la de los 12 años de la década del setenta, si hasta las travesuras, vistas con ojos de hoy, parecen tonterías, ¡pero, en aquellos años…! En aquellos años había que tener agallas para desprender un bote del amarradero del lago e internarse hasta lo más profundo sin que el cuidador se diera cuenta. Pensar que éramos felices con tan poco.
Rápidamente vienen a mi memoria nombres imborrables, Don Coronel, el viejo Inocencio, José (descubridor de jugadores si los hubo), mis compañeros Marcelo Di Paolo, Marcelo Vodopivec, Maurico Caudullo (todos jugadorazos de fútbol), Gustavo y Roberto cómplices de aventuras; las .nenas. María Cristina Landa, Viviana Herrero, Andrea Guzzetti, Andrea Huarte, Laura Longobucco, .nuestras princesas..
Con el tiempo, ya convertido en categoría .cadete., con carné naranja y todo, se sumaron nuevos amigos, con los que comenzaron los primeros partidos en la cancha grande del Club; fue la época de esplendor del Olimpia, el equipo de mi barrio, el de la esquina de Gobernador Costa y Bolívar, aquel que supo medirse en incontadas tenidas de fútbol con su par representativo del Club, cual clásico Boca-River, y que llegó a tener una discreta actuación en un campeonato del que participaban equipos conformados por hombres que nos doblaban en edad.
El Olimpia vestía camiseta verde-amarilla como la del seleccionado brasileño y, en líneas generales, mantuvo su formación a lo largo del tiempo con muy pocas variantes: íbamos con .Monstruo. (tenía nombre pero siempre lo llamamos así), a veces el .Gordo Boni. y en las últimas épocas con Daniel Cardillo, en el arco.
En el fondo, Andrés López (un pura sangre con sobrado temperamento, un Passarella de barrio); Gustavo Barán (el que cuando iba a los costados ganaba siempre); el fallecido Jorgito Stefani y Alejandro López (en una efímera y olvidable incursión futbolera).
En el medio, haciendo brillar la casaca número ocho, la .gorda. Daniel Dastugue, un jugador diferente (él, fue mi chino Benítez). A su lado, .dos exquisitos., Guillermo López y Marcelo Stingo. En la ofensiva con la siete Juan Carlos Espinoza, toda potencia y entrega, con la nueve el desaparecido Marcelito Blotto y en el ala izquierda con la 11, yo, un oscuro pero rápido wing izquierdo.
Hubieron otros que el Olimpia fue incorporando con el paso del tiempo, por caso Fabio Cardillo, Ariel Vitró y Hernán Gargano.
El equipo del Club tuvo grandes jugadores, licencia que me permito tomar por el paso del tiempo para reconocer a quienes llegaron a ser archirrivales; no recuerdo los nombres de todos sólo de algunos, el gordo Valle, un zaguero que te mataba, Cenci, Killy, Julián y Fabio Ferreira. Colijo a esta altura, que todos los que fueron parte de esos duelos, recordaran aquel partido jugado un día de enero con 39 grados, a las dos de la tarde y al que para poder jugarlo hubo que hacer colar a unos siete u ocho jugadores del Olimpia que no eran socios del Club. ¡Colados! Seguramente ante la mirada cómplice del viejo cuidador Coronel, el de la puerta de Humbolt y Bolívar.
Aquel partido tuvo un agregado especial, una vez finalizado, vaya a saber con qué resultado final, los veintidós jugadores nos colamos a la pileta, cual fraternidad rugbística, para descubrirnos en una nueva oferta que nos brindaba el Club.
Pasamos muchas temporadas de verano disfrutando de esa pileta, eran épocas de vacaciones pobres. En ella, aprendí a nadar, a jugar al verdugo con las ojotas. Con los años, uno de nosotros, Andrés López, llegó a ser guardavidas durante una temporada, que podrían haber sido algunas más de no ser por la intemperancia de un sombrío sacerdote que pasó por la dirección del Club.
De esa vieja competencia futbolera a competir por las chicas hubo un paso, y el Club una vez más fue testigo de esos primeros escarceos amorosos.
Por esos años no existía la matinee, así que la salida quedaba circunscripta a los bailes que se empezaban a realizar en el gimnasio, a los que ya no nos colábamos pero madrugábamos alguna que otra entrada. En aquellos años, los boliches eran sólo para mayores, por lo tanto, esa adrenalina que fluía por todo nuestro cuerpo buscaba en los bailes del Club la compañía femenina que coincidiera con similar carga de adrenalina. Recuerdo la musicalización a cargo de Alejandro Messina o Gustavo Fernández, junto a Norberto Diez.
El devenir de los años y los distintos caminos tomados nos fueron alejando del Club, pero eso poco importa, porque me dijeron que cerró y que su destino es incierto.
Cuando empecé a escribir esta nota, tenía la intención de que fuera denunciativa, pero al avanzar en la escritura, me fui dando cuenta lo mucho que tuviste que ver en nuestras vidas, todo cuanto vivimos en esos años lo compartimos contigo, fuiste testigo mudo de nuestro crecimiento. No soy el más indicado para pedir por vos, te abandoné.
Otros pelean por tu permanencia, a ellos va mi pedido, aunque más no sea, para que no permitan que nuestros recuerdos se conviertan en algo intangible, pasamos demasiados momentos juntos para que desaparezcas, y aunque el mundo este lleno de ignorantes y al decir de Alejandro Dolina, insensibles, sepan que para los que rondamos los cuarenta años, el otrora portentoso Ateneo Familiar Don Bosco supo acompañarnos, y pase lo que pase, essa manzana gigante de Bolívar, Palacios, Cerrito y Humboldt, será por siempre referencia obligada de, por lo menos, mi generación.
Al Ateneo, el ex socio Nº 1872, agradecido y satisfecho.

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