sábado, 25 de junio de 2011

La biblioteca y la música

12 Yo crecí en una casa que no tenía biblioteca ni equipo de música. En esa casa, vivía junto a mis abuelos y mis viejos. Ninguno de ellos había terminado el colegio. A que voy, mi familia devenía del ascenso social que le dio el peronismo al obrero. Si bien luego fueron comerciantes (mi abuelo y mi viejo fueron carniceros) comenzaron como obreros en el Frigorífico Nacional Lisandro de la Torre. Mi mamá, llegó del sur de la provincia de Buenos Aires con apenas dieciséis años para trabajar en una casa de familia.
Poco importó que no pudieran terminar sus estudios al momento de darme educación. Jamás me falto algo (a mis hermanas tampoco) en mi carrera estudiantil en cualquiera de sus distintas etapas. Soy consciente de las privaciones de mis padres para darnos la mejor educación.

Américo, mi abuelo, fue sindicalista durante los primeros años del peronismo, más tarde tuvo un puesto en un viejo mercado, si mal no recuerdo allá por Cobo al fondo, más tarde recaló en el centenario Mercado del Progreso de Centenera y Rivadavia. Fue, para mí, el mejor ejemplo de honestidad y convicción, algo que jamás le imite. Sin perjuicio de ello, Américo dejó en mí su sello. Estoy seguro que allí donde esté, reconocerá mi única actitud coherente y consecuente: mi convicción política. Creo que desde antes de nacer, ya era peronista. Cuando las elecciones de 1973, las primeras de las que tengo recuerdo cierto, entre los niños que había en mi cuadra, Caseros al 300, surgió la pregunta ¿ché, en tu casa, a quien votan? Una a una fui escuchando las respuestas, todas coincidían. En mi calle todos decían votar a la UCR. Ese niño de sólo nueve años sintió vergüenza de ser diferente al resto y eludió la respuesta con un “no sé”.
Ya en casa, le conté al Abuelo lo sucedido. Yo no quería ser diferente a los demás, si todos votaban a ese partido, porque en casa no. Así que le comenté mi respuesta evasiva. Américo, con seriedad, altivez y mucho orgullo me dijo: “Jamás, pero jamás, te avergüence decir que tu Abuelo es peronista”.
Puede ser poca cosa, así contado, pero ese día dejó una impronta que aún perdura. Ese día, yo me hice peronista.
Los días que vinieron, mi bicicleta Legnano lucía muy oronda la “manito peronista” que se ajustaba al manubrio (era una manito en plástico duro que tenía la forma de  la famosa V con los dedos índice y mayor con un resorte que la hacía bambolearse) y no conforme con ello, por el sol usaba un “pochito” con la inscripción “frejuli”.
Mi viejo, hasta el día que se nos fue, no dejó de reprocharle a mi abuelo haber votado a Frondizi como mandó Perón desde el exilio, por eso en las legislativas de 1960 voto en “blanco”. Sentía ese voto como una revancha ante la traición frondizista. Papá puteó durante todo su mandato a Carlos Menem, aún en el supuesto mejor momento de éste, allá por 1994. Incontadas discusiones tuvimos, cuánta razón tenía.
Ni con el Libro Rojo de editorial Peña Lillo en la mano podían convencerlo.
Una vez más me fui de tema, como dice Silvina, escribir es mi terapia.
Así que, retomando, para cuando vino Queen al país, mis viejos con mucho esfuerzo me compraron un equipo de música Sansui, en cómodas cuotas en Casa Dieva.
Para ese momento, mi vieja recibía mensualmente a un vendedor de libros a domicilio. La primera compra, y este es un paradigma que debería ser estudiado, fue un diccionario enciclopédico de cinco tomos. Nunca tuve el Losetodo ni la enciclopedia Salvat, pero jamás me falto un manual. Además, no los revendía en “Chispita”, así que junto a los libros de la colección Robín Hood, las “Selecciones” de Reader’s Digest y una enciclopedia de historia de la Segunda Guerra Mundial comenzó a gestarse mi biblioteca.
Las punteras de dibujo Rotring las fui comprando de a pares, el caballete de dibujo tuve el orgullo de construirlo en el taller de carpintería del “Juancho” (por esos años Instituto Parroquial Juan XXIII), el juego de compás con balustrín me lo obsequio mi tío Jorge y la bolsa para transportar el tablero portátil la cosió mi vieja en maquina Singer en cuerina negra.
En mi familia se decía con orgullo “Marcelito entró a la Enet” , dando muestras de lo que significaba para ellos la posibilidad de que uno de los suyos alcanzara un título. Me recibí de Maestro Mayor de Obras, el sueño (de ellos) quedo trunco, si bien pase por la universidad no llegue a completarla. Abandoné luego de cursar durante cinco años, tres en arquitectura y dos en diseño gráfico.
Nunca supe si a mi viejo le jodió que dejara la facu, Para Mamá debe haber sido una decepción.
 Ha pasado mucho desde aquel bis abuelo anarquista, hijo de vasco venido del Uruguay, para llegar hasta esta realidad. Seguro hay bibliotecas mucho más importantes que la mía, es más, comparando, la denominación “Biblioteca” le queda grande, pero el significado que tiene para mi, casi la convierte en Alejandría.
Ah, me olvidaba de la música, les relate del equipo Sansui, a los diecinueve años lo cambie mano a mano por un 
Fiat 600 E modelo ’68. Mamá, aún lo lamenta.
 


sábado, 11 de junio de 2011

trabajas, te cansas, qué ganas.

El primer empleo que tuve en mi vida me lo dieron Rafael y Carlos Stingo, tenía dieciséis años, y ellos me hicieron lugar en su taller especializado en Autounión o DKW.

Carlos y su primo Roberto me enseñaron a desarmar un carburador y limpiar todas sus piezas con gasoil para luego volver a ensamblarlo; no era mucho el trabajo, pero con lo que me pagaban, mientras estudiaba, me alcanzaba para las salidas de los sábados y los puchos.

Carlos Stingo era un intrépido mecánico, recuerdo que con mecánica DKW armó jeeps con carrocerías Lody; areneros, corrió turismo con un DK y hasta hizo funcionar el motor de ese noble automotor alimentándolo a kerosene.

Mi segundo empleo me lo dio Marita, una arquitecta amiga y arriesgada. Se había mudado a una casita en Liniers y confió en mi las refacciones de albañilería. Me vino bien ese laburo de albañil, algunas cosas las había aprendido durante el secundario pero jamás las había llevado a la práctica, lo único dramático fue la época, el frío en esos años calaba los huesos. Macanuda Marita, me pagaba el jornal de un oficial especializado cuando no era ni peón.

Después pintó un trabajito mucho más placentero, Andrés consiguió trabajo como guardavidas en el Centro Naval Olivos y el que tenía la concesión de la pileta necesitaba un muchacho para control de pileta, popularmente conocido como “chapitero”. Placentero sí, ingrato también: todo el día sentado al borde de la pileta sin poder tocar el agua, era bastante tortuoso y para colmo, las chicas del centro naval eran hermosas. Buenísima la experiencia de Olivos, jamás olvidaré la belleza de María Pía.

Luego vinieron trabajos más formales y relacionados directamente con mi estudio.

Debo confesarles que a pesar de todos los trabajos que realicé: aprendiz de mecánico; peón de albañil; chapitero; guardavidas “alternativo”; dibujante técnico; gestor; librero; vendedor; periodista; escritor; empleado del estado; director de obra; militante; encuestador; operador político y almacenero, hay una ocupación que aún no pude llevar adelante: alguna vez me gustaría darme el gusto de dar clases, enseñar.

También soy consciente de mi falta de capacidad pedagógica y si bien mi título del secundario me habilita para dictar una que otra materia, la experiencia de enfrentar un aula me atrae más de lo que imagino.

El tiempo, sólo el tiempo dirá si alguna vez cumpliré mi sueño. Pobres alumnos..